lunes, 23 de mayo de 2011

Mientras haya noche




Era la primera vez que escuchaba ese tipo de música, la primera vez que asistía a un concierto del mismo. Desconocía qué música era, ni sus orígenes ni nada que pudiera darme familiaridad alguna con esas notas felices y despreocupadas que saltaban de las guitarras a ritmo de síncope. Entonces fue cuando pude notar como el tiempo se empezó a aislar dentro de mí, y se acabó parando para darme la oportunidad y el placer de salir de mi cuerpo para ver por mi mismo el valor real de aquello que estaba viviendo.

Una noche cualquiera entre semana, en una sala de cine algo anticuada, que ya sólo ofrecía proyecciones en versión original, una treintena de personas nos hallábamos repartidas por las diferentes butacas rojas plegables, sentadas y en silencio, apreciando el espectáculo que cuatro artistas virtuosos nos ofrecían. El cuarteto en cuestión estaba formado por un par de guitarras, un contrabajo y un violín que con su música nos alentaban a sentir la felicidad.

El contrabajista pellizcaba las cuerdas de su instrumento con los ojos cerrados, ignorando todo el Universo a su alrededor. Solamente estaba pendiente de la música que nacía en su cabeza y viajaba hasta el contrabajo para dar la profundidad merecida al conjunto musical. Era un hombre alto y corpulento. Rondaría los cuarenta años quizás, por las sienes grises que se le podían apreciar. Llevaba una camisa gris sin motivos, con las mangas recogidas hasta medio brazo. Una prominente barba completaba el perfil de hombre duro. No obstante, su cara y su música eclipsaban por completo la apariencia física del artista. Parecía talmente que hubiera nacido para tocar ese instrumento y esa canción en particular. Sus movimientos eran relajados, su expresión sonriente, y el trato que daba al instrumento era comparable al que se le da a la mujer con la que se tiene el placer de bailar. 

A su siniestra, un poco por delante estaba el violinista, que en contraposición a su compañero, ofrecía los registros más agudos de las piezas que se iban sucediendo con los minutos. Era un hombre joven y delgado, de pelo claro. Parecía extranjero. Su aspecto encajaba con el vaivén del arco con el que acariciaba las cuerdas de un modo casi agresivo pero su vez alegre y vivaz. 

En el frente de la formación estaban los dos guitarristas. Estaban sentados, a diferencia de los otros dos. Ellos aportaban el sonido característico y principal del concierto. Rasgaban sin piedad las cuerdas de sus instrumentos en turnos de 2 pasos: primero hacían sonar las cuerdas más graves, de cobre. Detenían el sonido de las mismas y luego rasgaban las de nylon, que sonaban más agudas, volviendo a pararlas en el mismo momento. Y vuelta a empezar. Parecía mentira como podían tocar ese ritmo de un modo tan frenético y a la vez ir cambiando los acordes subiendo y bajando por el mástil sin parar en ningún momento. De vez en cuando se miraban mutuamente y ya tenían claro lo que había que hacer. Esa comunicación no verbal era maravillosa.

La velocidad de las notas de la guitarra solista definía y complementaba en mi mente la jovialidad, amabilidad e inocencia de aquellos que estábamos allí. Eran notas rápidas, breves, había muchas, y todas bailaban en un son saltarín y desenfadado que me hacían sentir la vida como algo efímero que hay que aprovechar y disfrutar sin vacilar, porque hay mucho por ver, mucho por sentir, mucho por crecer. 

En ese tono alegre, y casi sin darnos cuenta, el concierto llegó a su fin y tuvimos que volver a nuestras vidas, pero me quedé aun paseando por las húmedas y vacías calles de la ciudad, gozando del silencio de los que duermen y las alegres notas de gypsy que sonarían por siempre jamás en mi interior, mientras hubiera noche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hoy me quito el sombrero, música y letra sobresalientes.

Don walrus.